El tren ya pasó

Escrito en 2004, en el taller de escritura coordinado por Claudia Prado, y publicado en la revista Tokonoma 10. Gracias a Amalia Sato por confiar en este texto, a Claudia por animarme a escribirlo y por compartirlo en tu nuevo blog «en un rincón de mí nacerá una planta»

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A la memoria de Mario Oscar Posadas

 

Son las diez de la mañana, estoy preparándome un café batido, en el sótano de la Librería Rodríguez. A esta hora los dueños todavía no han llegado y la mayoría de los empleados disfrutamos de una breve sensación de libertad. Mis compañeras del salón de ventas aprovechan para ponerse al día sobre hijos, escuelas, maridos; lo mío es inventar una excusa, un envío atrasado para algún cliente, bajar las escaleras, poner agua a calentar y buscar algún solitario rincón del sótano para batir mi café instantáneo. Solo después de este ritual ya me siento despierto del todo y con el humor necesario para subir al salón y encarar a los clientes del día.
Esta mañana, mientras estoy bebiendo los primeros sorbos, suena el teléfono en el fondo del depósito y enseguida la voz de Cristian, el encargado, me dice que me buscan. Voy hasta el aparato y tomo el tubo, la cajera me pide que suba al local, porque mi madre me está buscando.
¿Está ahí, con vos?

Dejo la taza sobre un escritorio y camino hacia las escaleras.

A los seis años, el día que mi abuelo murió, un día de invierno de 1980, aprendí de la mano de mi madre y para siempre, que cuando un familiar aparece inesperadamente en el lugar menos pensando, para buscarte, es que algo malo sucedió.
Cuando la veo en el local, observando el piso con rostro serio, acelero el paso. Son unos pocos segundos, ella no se atreve a empezar a hablar y yo contengo preguntas desesperadas. Es increíble que en tan poco tiempo puedan desfilar tantas imágenes de seres amados en peligro, en un incomprensible orden de aparición. Finalmente mi madre habla:
Tu papá
¿Qué pasa?
Hace el gesto que me temía, un gesto muy suyo, una sonrisa temblorosa, como un sí y un no al mismo tiempo, que intenta contener de antemano el dolor del interlocutor ante unas palabras que inexorablemente vendrán, una sonrisa que por lo general no logra su objetivo, detener el propio sufrimiento, y se cubre de lágrimas.
¿Qué? ¿Qué pasa?
Tuvo un accidente, está muy grave.
No le creo, sé que mi viejo se mató y lo pregunto.
Está… muy grave
Termina de decirlo y me abraza.

Juan me pregunta si comí algo. No sé, le contesto. No lo recuerdo. Hace varias horas que estoy en este salón y me siento mareado. Se ofrece para traerme algo y yo le pregunto si está con el auto. Me contesta que sí y parece alegrarse de poder hacer algo. Me pongo de pie y busco a mi hermano, que está a pocos metros, semidormido en un sillón.
¿Vamos a un kiosco, a comprar unos sandwiches?
Abre los ojos y sin decir palabra recoge su campera. Siento la necesidad de avisarle a alguien que salimos por un rato, pero no sé a quién.
Es un pequeño recreo, desde el Volkswagen las calles de Barracas se ven oscuras, pero las luces rojas de los automóviles dan una borrosa idea de perspectiva. Llegamos a un puesto de comidas para taxistas en una estación de servicio. Comemos unas hamburguesas, hace frío, nos reímos de algún chiste que hoy no puedo recordar.

Aún no amaneció cuando mi tía Haydeé sale de la casa funeraria para buscar el diario recién impreso. Regresa a los pocos minutos con un ejemplar de Crónica bajo el brazo. Se sirve café y se sienta en uno de los sillones de la sala de estar. Avanza rápidamente las hojas hasta la sección policial y allí encuentra lo que buscaba, la noticia.
¡Acá salió!, se dice a si misma y todos la escuchamos. Me produce cierto malestar verla, colocándose sus anteojos con ansiedad. Lee durante un minuto, en silencio. Después llora. Llora ruidosamente, con el diario arrugándose en su mano, apretujado. Mi primo se acerca y la abraza.
Pará un poco, viejita, le dice.

Como la mayoría de los colectiveros mi viejo era lector de Crónica. Siempre que podía compraba el ejemplar vespertino y se metía en un bar de la Boca cercano a la terminal de la 152. El resultado de las carreras o un inminente atentado. Lo llevaba bajo el brazo, es una imagen que retengo de él, la camisa celeste, la cartera de cuero negra, el Crónica doblado. Ahora, cuando hojeo el diario que mi tía dejó abandonado sobre un sillón no siento rechazo por mi propia curiosidad, y tampoco puedo evitar un pensamiento absurdo: si no se hubiera quitado la vida mi viejo probablemente hoy estaría leyendo otra noticia que ocuparía su lugar. Para los redactores del suplemento policial la noticia de su muerte no mereció un lugar privilegiado. Otro suicidio más espectacular ganó la página. Un hombre que intentó matar a su mujer y luego se pegó un tiro. Ilustrada con una foto de la casa en donde ocurrió la tragedia, la nota termina y aparece un pequeño recuadro; allí sí hablan de él. “Otro se tiró del Puente Avellaneda”. Me golpea esa frase, redactada a las apuradas por algún periodista que seguramente recibió las mismas palabras que nos dijeron en la comisaría, pero telefónicamente y como un trámite más.
Cómo aceptar que nuestro padre sea otro muerto del Crónica, uno más en la fosa común de los días de su diario favorito.

Desde uno de los autos grises, con un suspiro celebro la aparición de esa guirnalda de ropa sencilla. Como una paleta de colores tendida sobre una soga, en una terraza, que la mañana ofrenda para entretejer o reconstituir el mundo desde allí. La noche y sus mareos quedan un poco atrás, son las nueve o las diez de la mañana. En el coche de los familiares más cercanos, el segundo de una breve caravana por una ciudad nueva y desconocida, mi hermano y yo observamos en silencio los edificios, las veredas, los caminantes, el cielo claro, acaso demasiado limpio esta vez, entre las ramas que pasan. En algunas esquinas la gente se detiene por un instante para persignarse ante el coche, ante un nombre. Un hombre desconocido, escondido para siempre de sus miradas. Yo agradezco ese gesto, esa complicidad. Ana, la mujer de mi viejo mira hacia adelante. Por la ventanilla veo a mi amigo Andrés pedalear en su bicicleta. Fue el último en llegar al velatorio, justo antes de que la comitiva iniciara el trayecto hacia el cementerio. Escapó de una guardia nocturna en su trabajo. Llegó y me abrazó sin decir palabra. Los choferes aguardaron el saludo e inmediatamente indicaron con un gesto, amable, protocolar, que ya era hora de partir. Ahora Andrés pedalea con todas sus fuerzas siguiendo los autos. Se mantiene lo más cerca que puede, lo veo en el espejo retrovisor. De pronto los coches aceleran demasiado, y él tiene que detenerse. Con un brazo en alto hace una señal de despedida.

Pasan los días reglamentarios de duelo y me reincorporo al trabajo. Cada abrazo de los compañeros, los gestos tímidos de algunos, cada silencio, son caricias inmensas que rozan algo que cambió para siempre. En mí, agradezco a cada uno sin palabras. Subo las escaleras rápidamente y me pongo a trabajar. Ordeno libros en los estantes, busco algo para limpiarlos. No tengo ganas de atender clientes, ni de conversar. Necesito ocupar la mente en algo abstracto, juntar polvo con un trapo anaranjado. Cerca del mediodía, veo a Juan atravesar la puerta del local. El viejo Rodríguez, como es su costumbre, sospecha de él y lo sigue desde la planta baja al salón de ventas en el primer piso. El viejo Rodríguez siempre ve en mis amigos a un posible ladrón. Eso me divierte y enfurece al mismo tiempo. Dejo correr un par de minutos, a propósito, antes de acercarme; el viejo Rodríguez como un perro de policía olfatea los movimientos de su sospechoso. Juan me busca, le pido que me aguarde un momento, se arrima a los estantes de poesía y toma un libro. El guardián avanza un poco más. Como haría cualquier cliente que se siente asediado, mi amigo gira la cabeza para mirar al viejo a la cara. Me acerco y nos abrazamos durante un buen rato. El viejo se aleja, tal vez avergonzado. El abrazo entonces ya no es contra el patrón, se convierte en una trinchera y me olvido dónde estoy.
¿Estás bien?
Sí, bien
¿A qué horas salís a almorzar?
No sé, ya, voy a avisar
Salimos del local abrazados. Caminamos hasta Lavalle y entramos en la pizzería Roma. Mientras el pedido llega, Juan saca de una carpeta unas impresiones que hizo de un rastreo en internet sobre Akutagawa. Son haikus. Yo nunca había oído hablar de los haikus. En unos pocos minutos Juan me explica la métrica, las claves, algo de la historia y de la evolución del género. El tampoco sabe tanto, en realidad se topó con ellos buscando otra cosa. Me parece un juego, así es como Juan me lo hace ver. Me muestra unos suyos y unas traducciones que hizo del inglés, entre ellas, el haiku del viejo estanque y la rana que salta. Hablamos de esas miniaturas durante todo el almuerzo, incluso nos animamos a componer unos haikus a dúo. Terminamos la comida y salimos a la calle, el sol, los colores de la gente. Vuelvo a mi puesto con ganas de saber más sobre estos pequeños poemas. En la librería encuentro un libro de Issa Kobayashi. Me paso la tarde leyéndolo. Luego intento componer un haiku y me animo a escribir: El viejo beso / susurró ¿qué palabra? / Amanecerá.
Son varios meses, casi un año en torno al haiku. Harto de mi trabajo, renuncio y viajo al sur. Con Mónica, a ella la echaron. En cualquier lugar, a cualquier hora, en las noches de insomnio, en la montaña, busco algún papel y me siento para escribir. Es como un remedio, ella dice.
Hago haikus solo y, a veces, con amigos: un verso cada uno. Así van juntándose. A fines del año 2000 reúno los 36 que más me gustan y hago una pequeña antología casera que reparto en una terraza alrededor de un pequeño fuego. Mónica ya no está.

Cuatro años después, mi hermano y yo hacemos un viaje en tren a Zárate, para firmar unos papeles. Zárate es el pueblo en donde el viejo pasó varios años de su infancia y en donde vivió el abuelo, un tipo muy severo, al que nunca conocimos. Cuando el hombre murió, los tíos de Zárate pusieron en venta su casa. Nos dicen que parte de esa herencia nos corresponderá el día que se concrete la venta. Pero no pensamos en eso sino en la extraña situación, compartir este viaje de un día, gracias a un trámite legal inesperado. Mi hermano y yo jamás hubiéramos programado algo así. Miramos a través de las ventanillas del tren en silencio, comentamos algunos detalles de las estaciones, que a medida que el trayecto avanza parecen cada vez más precarias. Luego, a partir de un momento, el paisaje se vuelve campo, casitas, árboles inclinados por el viento, alguna fábrica. Es un viaje gris, pero a lo lejos se ve una grieta de claridad en el cielo. El vagón no tiembla mucho, saco un anotador y por una vez mi hermano y yo compartimos el juego de escribir algo juntos. Entre los dos, un par de haikus. Los recuerdo bien:

Aquel caballo / bebiendo su reflejo / cubierto de hojas

El charco une / nubes y renacuajos / respetándose

Luego mi hermano toma el lápiz y escribe un haiku él solo:
El niño espera / con piedras en sus manos / el tren ya pasó

Un recuerdo o un sueño. Invierno. Duchándome en la casa de papá. Destapo la botella de champú. La crema de enjuage. Todo tiene un olor suyo. Cierro el agua. Apoyo los pies sobre una toalla. Busco en el botiquín la crema de afeitar. Uso su brocha, me afeito, tranquilo. Un golpecito en la puerta.
Hasta mañana, hijo -me dice.
Abro la puerta. Hasta mañana, pa. ¿A qué hora entrás a laburar?
A las tres.
Despertáme y te saludo.
Mejor dormí.
Nos miramos a los ojos en silencio. Leo un gesto de cansancio.
Me besa en la frente para no mancharse.

Más Moleskine

Recupero  algunos textos volcados en la libreta Moleskine que me acompañó en los viajes de 2005-2006, cuando fui tallerista de cine, en el proyecto «Subite al Colectivo». Estas notas de la bitácora de viaje-laburo fueron luego publicadas junto a algunos dibujos a lápiz, en la revista Camalote #1, editada por Julia Masvernat, Viviana Blanco, Elisa Estrada, Paula Galli, Valeria Maculán,  Rosana Schoijet

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La Cocha, Tucumán

Liber y yo jugamos a ponerle un nombre. Por primera vez su taller y el mío se fusionan. Sombras Cartoneras, Cine Haiku. Son las nueve de la mañana y en un aula pequeña les mostramos a los chicos un video sobre el origen del cine: sombras chinescas, juguetes ópticos, el taumátropo, las primeras vistas de los hermanos Lumiere, los trucos de Mellies. De ahí, saltamos en el tiempo, como la rana famosa de Basho, pero hacia atrás, para explicar la brevedad del haiku. Los chicos nos escuchan y toman nota. Empiezan a escribir.  

Poco a poco empiezan a acercarnos sus tres versos.

 

A la tiniebla / nació un conejo / con sus hermosos dientes.

Una mañana / un niño sale de su casa / y se asusta con una vaca.

 

Recortan con el cutter cerros nevados, pájaros, nidos, calles lluviosas, soles. Segunda mañana y siguen construyendo siluetas de carton: estrellas, un perro, corazones, un camino, hierba, un hotel, postes de luz. Salimos de la escuela para juntar ramas, varillas que van a sostener las figuras caladas.

Tercer día, preparamos la función para la cámara. Colgamos una tela blanca y apagamos las luces. Afuera se escuchan ruidos de otros talleres. Liber enciende los focos dirigibles (él los llama tachos), dos chicas los sostienen con ambas manos. En la penumbra uno a uno van pasando los haikus a contraluz. La cámara registra: un aro de luz azul se vuelve rojo, movimiento de unas manos, las voces de los chicos susurrando, imitando palomas, el mugido de una vaca, risas…  

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La Esperanza, Jujuy

Ella me lleva a ver una tumba solitaria, una cruz de 1979 que descubrió cerca de su casa, al costado de un caminito, no muy lejos del ingenio. Son casi las seis de la tarde, la clase ya terminó pero ella y casi todos los chicos insisten en que vayamos hasta la Casa blanca.

La Casa blanca es una mansión abandonada, el palacio de los hermanos Leach, los ingleses que fundaron La Esperanza. Sus salones del siglo pasado ahora son ruinas, no hay techos, sobre las antiguas baldosas hay escombros, cachos de pared y cosas que los intrusos dejan. El pasto crece en cada habitación. En uno de esos cuartos vacíos los chicos se sientan en ronda, para seguir inventando su historia de apariciones. Yo me tengo que ir, me esperan en la combi, los guionistas se quedan trabajando.

 

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Nuestra Señora del Carmen, Jujuy

 

Estoy solo. Tomando una cerveza sentado a la puerta de una despensa en Nuestra Señora del Carmen, Jujuy. Ladran perros y a cada rato pasa un falcon con parlantes que anuncia el acto del candidato a senador, un tal Gerardo Morales del frente jujeño. Cae la tarde y el cielo está celeste.

Dos niños de unos nueve años pasan caminando, acompasados, hablando en voz baja. Se les nota la amistad. Yo disfruto  de sus voces y de cada sonido en la calma de esta calle. Así descanso de un día caluroso, extenuante.

 

Por la mañana, bien temprano, un grupo de chicas me llevó de paseo por las calles de Monterrico, hasta un canal que bordea las plantaciones. En ese lugar nos sentamos a pensar, a invocar con preguntas la historia que mañana queremos empezar a rodar.

 

Se trata de algo así: una misteriosa caja viaja en el agua hasta que un grupo de niñas pescadoras la recoge. Cuando se asoman para ver en su interior hay como un hechizo, un encantamiento, una de las chiquitas se asusta, otra grita, otra llora, otra se desmaya. Tras esto deciden enterrar la caja en un baldío y que jamás se sepa lo que contiene. La aparición de un hombre al que no le veremos el rostro que desentierra la caja y la lleva de nuevo a su cauce termina la fàbula.

 

Cuando todas parecieron de acuerdo, nos pusimos de pie y empezamos a buscar locaciones. Llegamos a un baldío y estudiamos el terreno, troncos quemados, piedras, silencio. Regresamos a la escuela para escribir el guión técnico. En el camino de vuelta, muy contentas, cantaban a coro una canción de Miranda. De vuelta en el aula ensayamos una suerte de efecto sonoro para usar mañana, coro de estertores para ese instante en que cada niña abre la caja y se asoma. Se propusieron varios títulos y quedó «Lo que trae el agua».

 

Por la tarde también caminé mucho. Salí de ronda con el otro grupo. Una hora hasta llegar al interior de una tabacalera. Allí viven varias familias, trabajadores, varios de los chicos que vienen el taller.

Surgió la historia de un niño que trabaja entre las plantas de tabaco bajo el sol y se desmaya. Me iban contando por el camino que casi todos hicieron ese trabajo alguna vez.   Llegamos a una tranquera y nos cruzamos con el patrón, un hombre de 60 años en una 4 x 4 blanca. Se está construyendo una mansión tipo Dinastía en la entrada de la finca. Le expliqué que los chicos querían hacer unas tomas en las plantaciones y nos dijo que si era un ratito nomás no tenía problema. Ni preguntó de qué iba la historia, mejor. Caminamos media hora más por un sendero, el recorrido que hacen todos los días. La cámara encendida iba de mano en mano, los chicos apuntaban a su antojo: la avioneta del patrón sobrevolando los campos, zoom a los cerros o a ellos mismos conversando sobre la película. Un profesor de historia muy amable que vino con nosotros sacaba fotos. En una especie de asamblea-casting debajo de un quincho uno de los chicos se ganó el papel protagónico. Se llama Carlos Cruz, pero aclaró que ya tiene un nombre artístico, propuso Carlitos Cros.

 

Mientras escribo estos detalles para no olvidarlos, para recordarlos siempre, una anciana jujeña de pelo blanco esponjoso pasa delante de la despensa y nos miramos. Ahora es un viejo en bicicleta el que saluda, con su gorra azul. El sonido de las ruedas que se alejan se suma al tranquilo concierto. Otro sorbo de cerveza y la calle queda desierta. Ya hay luces encendidas en algunas ventanas, aunque el cielo sigue celeste.

 

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Metán, Salta

23 de septiembre. En la clase de la tarde hacemos un ejercicio de concentración. Nos sentamos en ronda y de espaldas. Cerramos los ojos, los cubrimos con las manos y esperamos las imágenes. Luego el que quiere cuenta lo que vió: «yo, a una mujer que se despide de su familia, en una terminal de micros», «yo, a una chica que entra a un bosque», «yo, a mi hermana que a esta hora justo debe estar llegando a Metán», «yo, nada, pelotitas de colores, una boludez», «a mi misma, en un puente sobre un río, arrojándome, y después nadando», «una parte de una obra de teatro que hicieron en la escuela, sobre una chica que sufre en la casa y que lo ve a Cristo», «yo, a una pareja con un carrito de bebé entrando a una iglesia»

En la plaza de Metán me cruzo con dos alumnas, con sus guardapolvos blancos. Por la avenida avanza un coche fúnebre, seguido por un grupo de gente a pie. Las chicas están tentadas de risa y me piden con los ojos que nos alejemos del muerto y sus amigos. Están contentas porque parece que convencieron a la esposa del intendente de que les preste su boutique para la filmación de mañana.

 

24 de septiembre. En casa de Nancy, una de las ¨productoras¨ del corto, esperamos al resto del equipo. Mientras pongo a cargar la batería de la cámara ella atiende el kiosco. Miramos la tele, un canal de videos latinos. Comparto la intimidad de su aburrimiento de sábado a la tarde. Su hermanito se hace el escondido en la cocina. Podríamos hablar, pero preferimos no decir nada, cruzamos una mirada o una tímida sonrisa cada tanto.

Van llegando sus compañeros, leemos el guión, movemos una mesa, colgamos un espejo en la pared. Antonella, la actriz principal, se pone una remera de Attaque 77, se pinta los ojos de negro. Nancy también se maquilla, alguien trae el cartel del título: «Una historia diferente», lo grabamos. Bulimia y alcoholismo juvenil es el tema, lo dicen a cada rato. Que quede claro. 

 

Antonella, el personaje, se ve gorda. Por eso come y vomita. Al pasar delante de un cartel que la invita a ser Miss Jujuy se pondrá seria. Es extraño este cartel en Salta, pero muchas paredes de Metán lo tienen pegado, allí se ve a una chica rubia, nadie diría que es ju jeña. Tres horas más tarde estamos grabando las últimas tomas. Nelson, el único varón del grupo demuestra ser un actor muy entusiasta, toma cerveza del pico y finge vomitar, en este corto todos vomitan, en un baldío.

 

Antes de presentar el corto, en la escuela, subimos todos a un escenario. Hace unas horas tapábamos la cámara con una campera para que una lluvia leve no la dañara. Necesitábamos a otro chico para una escena con beso y Nancy fue a buscar a su primo. Llegó y no costó demasiado que le coma la boca a una de las chicas, contra una   pared del callejón del cementerio. En la plaza de Metán grabamos la escena final, el encuentro de los dos personajes que se desploman uno sobre el otro, sentados frente a una fuente. En el televisor de la escuela todos observan en silencio esa imagen. Abrazado a los chicos, tirado en el suelo, miro a la rectora, mujer muy dura. Termina la escena final y llegan aplausos. Todavía tenemos el pelo y la ropa mojados.

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Bermejo, Bolivia

En un puesto callejero del mercado de Bermejo una joven vende películas piratas en dvd. En su televisor en la vereda se ven imágenes de lucha libre entre dos mujeres bolivianas. Coreografías en la tradición de Santo o Karadajián, pero en versión femenina. La Esmeralda es la favorita del público, es la buena.   Frente a ella, una enmascarada con gesto feroz recibe la ayuda de su entrenador para darle una golpiza. La puestera cierra los ojos cada vez que a su heroína le llega su castigo a cuatro manos. ¡No! ¡Pero salí de ahí! La cámara muestra al público también indignado, cholitas que gritan sobre las gradas de un gimnasio modesto.

Un olor dulce me atrae, cruzo la calle. Chancho frito. El plato incluye arroz y papas. Almuerzo junto a una familia silenciosa, mirando las chalanas que van y vienen cruzando el angosto río que apenas tiene agua. Me gusta esta soledad acompañada. Veo pasar a mis compañeros, Daniela, Pablo, Coco, Gabriel, cada uno con sus compras, nos saludamos. Se acercan.  y nos reímos de un logo de Sony demasiado trucho. Entre cervezas paceñas, se va haciendo la hora de regresar. Siento las manos vacías, el deber de comprarle algo al mercado. Cruzo y vuelvo felíz con mi bolsa de coca fresca, un gorro reversible y tres dvd: Fusil, metralla, el pueblo no se calla, Los hermanos Cartagena y Cuestión de Fe.

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Alasitas / Otro mundo (más pequeño) es posible

Comparto unas fotos que saqué en la Feria de Alasitas 2012, realizada en Parque Avellaneda, y organizada como todos los años por el colectivo amigo Wayna Marka. Se trata de una celebración antigua y paceña que cada 24 de enero transforma a la ciudad de La Paz, Bolivia, en una galería interminable de puestos callejeros que ofrecen miniaturas/deseos de prosperidad. Una vez adquiridas las miniaturas, deben pasar por el ritual de la ch’alla, rito andino que incluye una rociada con alcohol o vino, pétalos de flores, humos dulces y oraciones que mezclan tradiciones prehispánicas y católicas. Hace unos años, cuando viajamos con Eva a Bolivia para asistir a la primera asunción de Evo Morales, el descubirmiento de las alasitas fue una sorpresa felíz que marcó un antes y después del viaje. Cargados de miniaturas regresamos, repartimos entre amigos, y contamos hasta el hartazgo la anécdota del vendedor de billetes que ofrecía mil dólares por un peso boliviano! En el mundo de las alasitas no hay Banco Mundial ni FMI que dicte las reglas, aquí mandan el Ekeko de la abundnacia, los toros de la seguridad, los gallos del amor y la fe de los paseantes.

Gracias a Leo, Wayra, Lourdes y todos los compañeros de Wayna Marka por ese gran esfuerzo que es hacer una réplica (en miniatura, como corresponde) de la gran feria paceña en Buenos Aires. En breve, el video.


 

temporada

Un viaje de 30 minutos con música de Jerónimo Escajal (de su segundo disco, Ora) acompañada de imágenes seleccionadas y remezcladas por Diego Maxi Posadas.

Pastiche. Elaborado con extractos de siglo pasado. Dedicado a los grandes cineastas François Truffaut, Robert Bresson, Andrej Tarkovski, Vera Chytilová, Michelangelo Antonioni, Charles Laughton, Al Jarnow, James & John Whitney, Walt Disney y Len Lye que son aquí reunidos / puestos a dialogar por el puro placer de viajar otra vez en su compañía.

Paisajes revisitados, fundidos entre sí, sin permiso, como en los sueños.

Temporada fue proyectado por primera vez en el ciclo de conciertos breves Club del Logro, Buenos Aires, enero de 2012.

Fotografías de Dina Cantoni. Producción del evento: Ricardo Cabral

La internacional serigrafista

[Coq+imprimé.jpg]   Agradezco al joven agente secreto Dugudus, residente en París (Cuba) la visita que me hiciera en mi casa en la calle Moscú (Buenos Aires), para intercambiar experiencias serigráficas. Este entusiasta y amable activista gráfico  se dedica a agitar las pupilas parisinas que parecen haberse olvidado del mayo del 68 y sus legados. Está escribiendo una historia del afiche político cubano de los 60-70, tras una estadía en la isla, y también integra junto a un puñado de veteranos de la gráfica política francesa (algunos ex integrantes de Grapus) un nuevo colectivo llamado CGT atento a las luchas laborales, culturales, políticas de sus pagos. Y de otros pagos también: hay planes secretos de regresar a Sudamérica y cruzar la cordillera, pero no puedo dar detalles por el momento, solo un advertencia: remeras lisas de Chile, prepárense.

En su cuidado blog Dugudus ha reseñado su paso por Buenos Aires y ha dejado testimonio de su simpatía por el Taller Popular de Serigrafía y la editorial Eloísa Cartonera. Los invito a conocer a este nuevo amigo de la casa, la causa.

http://duguduss.blogspot.com/2012/01/taller-popular-de-serigrafia-en-marcha.html

 ah, y gracias por esta foto pret-a-POSTER

Pequeña postal guerrera

FLIA 19 / Bonpland 1660, sábado 10 y domingo 11 de diciembre 2011

https://i0.wp.com/www.retrovisiones.com/wp-content/uploads/2010/08/Arma-de-instrucci%C3%B3n-masiva.jpg

PEQUEÑA POSTAL GUERRERA. Por dmp / Publicado en el blog de la revista Al Oído

Hay una guerra allá afuera, y te estoy invitando. Esto cantaba una y otra vez una de las dos niñas que, micrófono en mano, bailaban e improvisaban acompañadas por una base hip hopera de uso comunitario. Luminosas, nos hicieron bailar y delirar a todos los que estábamos en la Feria del Libro Independiente y (A), puesteando lo que hacemos, en familia, como siempre, cuando la tarde del sábado empezaba a bajar. Cantaban y bailaban en la calle Bonpland, a las puertas de la Asamblea de Palermo y el Mercado Recuperado, y protegidas del circular de los autos gracias al Arma de Instrucción Masiva (foto prestada de otra batalla) que cortaba uno de los accesos y permitía la feria. Frontera anti frontera, guerra anti guerra. Después nos enteraríamos de que Hay una guerra allá afuera, y te estoy invitando es parte de una letra de Gabo Ferro. Una que nos recuerda a la del viejo Leonard Cohen, la que dice Hay una guerra entre el rico y el pobre, una guerra entre el hombre y la mujer, una guerra entre el que dice que hay una guerra y el que dice que no hay guerra. ¿Porqué no vuelves a la guerra? Pero  qué bueno no haber tenido esta información en la cabeza mientras las niñas, hijas de libreros y editores independientes, agitaban y parecían estar inventándolo todo, como antenitas con pollera de este random epocal.

Gracias a todos los compañeros que sostienen esta batalla de amor a base de libros, equipos de sonido y cervezas artesanales al hombro. Y nos vemos en las próximas FLIAs

http://feriadellibroindependiente.blogspot.com/

Luna Mora, un año juntos de este lado

Cada movimiento tuyo nos revela

las huellas de una casa

que se mueve

Cada abrir y cerrar de ojos

nos encuentra

atentos a unos sueños

por momentos, transparentes

Todo lo pequeño

aparece

para ser nombrado en tu mano

El mundo es un banquete

todo es comestible por un rato

Y nosotros como niños repitiendo

cada palabra nueva que inventas,

como niños que se enseñan

el lenguaje de los ecos


Presentación de la revista Al oído 1

Amigos, los espero en la presentación de la revista AL OIDO. Quienes quieran participar del taller de stop motion y hacer bailar a sus personajes de papel, tienen que anotarse, manden un e-mail y listo: aloidorevista@gmail.com

Esta revista nace para celebrar la escucha desatenta que de a poco se vuelve el latido de otro. Oir mal al hombre o la mujer para apreciar mejor al mono. Oir como la mona. Bailar un acople. Hacernos eco de los que ¿se fueron? o pasan delante de nosotros. Si cada cuerpo es un frankeinstein que no termina de conocerse, aquí calibraremos las orejas prestadas para intentar llegar al centro de esta cueva de resonancias que somos.

En breve en librerías y kioscos, o por pedido a este mail: aloidorevista@gmail.com

Haruo Ohara (1919-1999), fotógrafo

Haruo Ohara (1919-1999), fotógrafo

Texto y dibujo publicados en la revista Tokonoma 14.

 

Hoje você vê a flor, agradeça semente de ontem: Haruo Ohara

Preto-e-branco. Campo y cielo. Trabajo y descanso. Exuberancia y austeridad. El esfuerzo y la pausa para un cigarro. La colonia Ikku es un terruño de opuestos en armonía. Allí se siembra y se juega.

Están cerrando la galería, con cortesía me lo hacen saber por segunda vez. Le digo al seguranza que sí, que ya termino. Apuro el dibujo. Guiado por el sentimiento que me hace pensar que nunca más veré estas imágenes copio a lápiz, como puedo, en mi anotador, figuras que en las fotos ocupan casi un metro de pared del Instituto Moreira Salles. Ni se me ocurre que mañana u otro día pueda regresar y seguir mirando, o que haya un catálogo de la muestra. Cautivado por las fotos, creo solamente en el paisaje que tengo delante de mi, en este instante del que no quiero ser arrancado.

Habría que pisar tierra descalzos, para entender mejor estas fotos.

Siluetas humanas, a contraluz, brotan de la tierra como una extensión de ella misma (1941). Un hombre recortado contra las nubes de la mañana hace equilibrio con su asada. Es Haruo Ohara, en uno de sus tantos autorretratos (1952). Las herramientas de cosecha y los cuerpos labradores ceden sus rasgos para fundirse, como en el tangram chino, en una totalidad gozosa.

Me detengo ante una vitrina, allí están reunidas las pertenencias de la familia Ohara: maletas de cuero, diarios, cuadernos contables, cartas. Pienso en el Japón del Kamishibai por las calles, mientras dibujo un viejo pasaporte. De la provincia de Kochi, en el sur de Japón, a la naciente Londrinas, ciudad agrícola y de pequeñas industrias, en el norte del estado brasileño de Paraná. Ko, su mujer, sus hijos, hermanos, sobrinos serán retratados a lo largo de 50 años de labranza.

Quisiera la banda sonora de estas fotos: el chamisen de la abuela Umeji (1941), el golpe del agua de chuva que se derrama desde un tejado (1949), las vueltas del molino de agua al costado del canal Reibeirao Jacutinga (1957), el viento que sacude el cafetal / el llamado de la locomotora, (1950), el paso de las motonetas que bordean las plantaciones (1958), el ruido de los cascos de la yegua Violeta de regreso a la finca. Al grito de arre, sin soltar las riendas, Ohara fotografió su propia sombra, de regreso a casa, por el camino de tierra (1947).

Se asoma otro empleado de la galerìa. Cierro el cuaderno y salgo a una avenida paulistana. Marea el contraste de mundos. En el subterráneo sigo pensando en la finca Ikku, en ese Japón rural transplantado al Brasil.

Regreso al día siguiente. Un jardín de inmensas flores (dalias, sotetsu) y frutos (jabuticabas, jacas, milho, caqui, sabao, feijao, café). Y sombras. Presentes en muchas de sus fotografías. Me pregunto si a Haruo Ohara no le divertía retratar sombras bajo el sol, y los cuerpos que las proyectaban quedaban registrados en calidad de invitados.

Seguir dibujando me vuelve detective. Intuyo el movimiento de algunos instrumentos que van de foto en foto, de año en año. Como guías fantasmales en una visita por la finca. Una escalera de madera que usa Hideomi, hermano de Ohara, para la colecta (1946), aparece luego en campo vecino como trampolín de un experimeto infanil: María, hija de Ohara, se arroja intentando volar con un paraguas (1955). Lá cámara, cómplice, perpetúa esa utopía, allí queda la niña en el aire. En otro autorretrato veo a Ohara cargando semillas en una matraca (plantadeira) de madera (1943), juraría que es la misma que aparece retratada, como una celebridad de madera, junto a una bolsa de porotos blancos en uno de tantos bodegones (1949)

Amateur, en portugués se dice amador. Ser un fotógrafo amateur, amador. Eso eligió Haruo Ohara (1919-1999), campesino y artista. En la penumbra rojiza del laboratorio fue un buen alumno de los manuales fotoclubistas de la época, pero al rayo del sol del mediodía, inventaba reglas propias para la creación de pausas que revelen el paso de los días, sus ciclos y sus cambios. Su mirada nunca perdió el goce infantil, la sorpresa, y la gratitud. Incluso en los retratos de sus últimos días, ya sin su esposa y habiendose visto forzado a vender sus tierras, para que allí se construya un aeropuerto

¨Hoje você vê a flor, agradeça semente de ontem¨, anotó en una de sus libretas.

dmp

 

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